miércoles, 27 de julio de 2011

Lo sabía


Se trataba de encontrar muebles para la nueva oficina, pero a mí el bambú siempre me había fascinado. Lo mismo es por ese verde tan vivo, por esa espiral tan zen o simplemente por la forma de crecer tan decidida hacia arriba. Estábamos cargando el maletero hasta lo imposible cuando entonces ocurrió la catástrofe: una tabla inestable, un descuido, una puerta que se cierra y ¡ZAS! una planta de bambú decapitada. Sin raíces y sin tallo. Una estaca sin futuro, sin posibilidades, que ya no servía ni para decorar. Pero me negué a abandonarla ahí mismo, en un aparcamiento, como me sugerían. Si es verdad que esta planta trae suerte, por qué no iba a tener suerte la propia planta. Tenía que tenerla.



Ya en abril la pudisteis ver instalada en casa junto a dos prometedores tallos, rota y abierta, pero aún verde. Y pasó el tiempo, y pasaron las semanas y los meses, y resistí cada tentación de deshacerme de
ella. Mientras estuviese viva había esperanza. Tenía que haberla. Entonces un día vi algo que parecía ser un esbirro de raíz asomar a los pies del palo verde, porque aquello ni era bambú, ni era planta, ni era nada. Y cada mañana rechazaba la idea de tirarlo a la basura y mantenía ese tronco roto en medio
del salón. Y en silencio le animaba y alentaba.


Y ahí lo tenemos. Un brote, delicadísimo, frágil e insignificante al lado de las espléndidas hojas de sus compañeros, pero un brote que vale el doble. Era solo cuestión de tiempo. Y paciencia. Y confianza. Pero tenía que brotar, yo lo sabía. Ahora ya solo tiene el cielo como límite.


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